Columna “Lunes de mujeres”: LA PLACENTA, NUESTRAS RAÍCES

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Llegamos a la cuadragésima octava cita de la columna “Lunes de mujeres”, que sale cada primer lunes de mes.   Llevamos varios meses hablando del embarazo, el trabajo de parto y el parto, pero nunca hemos profundizado en la placenta, el único órgano temporal que tenemos (sólo se forma durante el embarazo) y el único que comparten dos individuos (madre y feto), así que ha llegado el momento de hacerlo.

El término procede del latín clásico “placenta” (focaccia), que a su vez deriva del griego «πλακοῦς -οῦντος» (que tiene forma aplanada). De hecho, los antiguos griegos dieron a conocer a los romanos uno de sus platos más famosos, el plakous, una especie de rosquilla endulzada con miel. Del griego “plakountos”, los romanos derivaron la palabra “placenta”, relacionada con el verbo “placeo” (placer, saborear).

La formación de la placenta se produce progresivamente durante las primeras semanas de gestación: tras la concepción, el óvulo fecundado atraviesa una de las trompas de Falopio en su camino hacia el útero, dividiéndose en muchas otras células, algunas de las cuales darán lugar al embrión y otras a la placenta.   El desarrollo de la placenta comienza con la implantación del óvulo en la mucosa uterina: las células que darán lugar a la placenta se hunden en esta mucosa y, como pequeñas raíces, comienzan a ramificarse. De hecho, cuando el óvulo fecundado llega a la cavidad uterina, comienza la formación de las vellosidades, que tienen la capacidad de erosionar la mucosa endometrial para facilitar la implantación del óvulo en el endometrio; poco a poco, las vellosidades coriales intensifican su estructura ramificada dentro del endometrio, hasta completar la formación de la placenta, de doble origen, fetal y materno. La porción de placenta que se adhiere a la pared uterina desarrolla cada vez más sus vellosidades, que se agrupan para formar los cotiledones placentarios (surcos), mientras que la porción que permanece libre en la cavidad uterina ya no produce vellosidades, sino que se vuelve lisa y dará lugar a las membranas amnióticas.

La placenta contiene al embrión y, al principio, ocupa toda la cavidad uterina, ascendiendo después hacia el fondo uterino. Hasta la semana 20, crece mucho en superficie, mientras que proporcionalmente el embrión, y luego el feto, crecen menos; pero a partir de la segunda mitad del embarazo, el crecimiento de la placenta se ralentiza y su grosor se adelgaza para dejar espacio al feto, que en cambio crece cada vez más.   La placenta sigue creciendo hasta el parto, y al final del proceso tiene forma de disco: por un lado adhiere toda su superficie al útero de la madre, y por el otro los capilares del disco se unen para desembocar en las venas y arterias del cordón umbilical. En condiciones normales, al final del embarazo la placenta alcanza un diámetro de unos 20-30 cm, un grosor de unos 3-4 cm en el centro y un peso de unos 500-600 gramos.

El feto y la placenta se comunican a través del cordón umbilical, mientras que la madre se comunica directamente con la placenta a través de lagunas llenas de sangre, de las que “pescan” las vellosidades coriónicas.   Las funciones de la placenta son numerosas, y la principal es sin duda la de permitir los intercambios metabólicos y gaseosos entre la sangre fetal y materna, suministrando así oxígeno y nutrientes al bebé y devolviendo a la madre los productos de desecho del metabolismo fetal. Pero también tiene una importante función endocrina: por ejemplo, produce la famosa gonadotropina coriónica, la que se detecta en las pruebas de embarazo, pero también progesterona (evita las contracciones uterinas y sostiene el endometrio), estrógenos (inhiben la maduración de otros folículos), hormona lactogénica-placentaria (hace que el organismo sea menos sensible a los efectos de la insulina, la hormona que traslada la glucosa del torrente sanguíneo a las células, dejando así más glucosa disponible en el torrente sanguíneo para nutrir al feto) y otras; algunas de estas hormonas son importantes para mantener el embarazo, otras para proteger al bebé del sistema inmunitario materno.

Para ser un órgano “desechable”, la placenta es una estructura fascinante y compleja. Parte madre, parte feto, tiene todas las propiedades de un pulmón, un aparato digestivo, un riñón, un almacén de alimentos. Además, la complejidad de las hormonas producidas por la placenta es igual a la de todas las demás glándulas endocrinas del cuerpo juntas. No es de extrañar que los faraones del antiguo Egipto la adoraran y la llevaran en procesión. – Peter W. Nathanielsz

Como se desprende de la frase anterior, la placenta no sólo es un órgano multifuncional que cubre las necesidades del feto en el útero, sino que diferentes culturas hacen de ella un símbolo. De hecho, los dos antropólogos Daniel Benyshek y Sahron Young estudiaron los rituales inherentes a la placenta que se celebran en 109 comunidades diferentes y descubrieron que existen hasta 179 formas distintas de venerarla.   Muchas creencias sostienen que la placenta es algo muy íntimo del recién nacido: por ejemplo, los antiguos egipcios pensaban que era el mismísimo secreto del bebé o su ángel de la guarda; en Camboya se considera el alma del recién nacido; los hmong creen que la placenta está espiritualmente conectada al bebé durante toda la vida, hasta el punto de que en el momento de la muerte la placenta se reúne con la persona para ayudarla a encontrar a sus espíritus ancestrales; y los maoríes creen que la placenta representa la conexión entre la madre y el bebé.

Aunque algunos rituales puedan parecernos demasiado abstrusos, no cabe duda de que todos deberíamos aprender a respetar este órgano crucial durante los nueve meses de embarazo, ya que actúa como pulmón, hígado y riñón del feto durante nueve meses.   Podríamos considerar la placenta como la raíz de nuestros orígenes: nos acoge y nos une a nuestra madre hasta el momento del nacimiento; y es genéticamente idéntica a nosotros.

Todos los mitos de la creación cuentan cómo la Madre Tierra da a luz al mundo y, en cierto modo, la placenta representa a nuestra Madre Tierra, fundamental para nuestra supervivencia.   Entre otras cosas, su forma nos recuerda al Árbol de la Vida, que siempre ha desempeñado un papel central en todas las mitologías y religiones del mundo en todo lo relacionado con la espiritualidad, porque nos recuerda el ciclo de la vida, la expresión del crecimiento y la conexión con el todo.

Da sempre i filosofi si sono chiesti dove si trovasse la sede dell’anima. Nel cervello o nel cuore? Alcune culture hanno detto che l’eterna anima umana dimora nel fegato o nei reni. Io la penso così: fin dal concepimento, ognuno di noi condivide l’utero materno con la Placenta.
La tua Placenta cresce insieme a te. Durante la gestazione la Placenta protegge te e tua madre, fornendo i nutrienti necessari, l’ossigeno ed eliminando le scorie attraverso il labirinto della circolazione placentare e il sistema, separato ma coordinato, della circolazione sanguigna della madre. La mia domanda è questa: anche la Placenta ha un’anima? oppure condividiamo l’anima con la nostra Placenta? – Ibu Robin Lim

Sin embargo, aunque no queramos profundizar demasiado en los aspectos más energéticos y espirituales, la placenta representa el ecosistema madre-bebé y la estrecha interdependencia entre ambos, y las creencias y costumbres asociadas a ella reflejan el grado de respeto que las distintas sociedades tienen por este ecosistema.   Hablaremos de ello el mes que viene, pero mientras tanto te dejo que reflexiones sobre esto: ¿cómo tratamos a la placenta?

Ahava, Francesca Zangrandi

PD. La próxima cita de esta columna será el primer lunes de diciembre, pero, mientras tanto, si deseas mantenerte actualizada sobre los diversos artículos que publico en el blog, puedes suscribirte al boletín, poner “Me gusta” en la página Facebook, seguirme en Instagram o puedes suscribirte al canal de YouTube. Y si crees que este artículo pueda interesar a alguien que conoces, puedes compartirlo. Muchas gracias!

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